martes, 15 de noviembre de 2011

Siestecita

Volteó para todos lados buscando a algún amigo en la calle cuando se dio cuenta que lo seguían, pero nada, estaba solito.  A lo mejor tras los botes de la basura (siempre hay cosas buenas ahí) pero estaba Massimo, y él era muy enojón. Corrió hacia otra calle pero estaba cerrada. Todavía pudo salir corriendo y vio al que vivía atrás del restaurante, ese que luego hasta le daba de su comida, pero esa vez no le dijo nada, nada más siguió corriendo.

Y cuando estaba pensando en otro lugar para esconderse sintió un pellizco en el cuello: luego los edificios al revés y hombres con la cabeza donde debieran estar los pies. Lo arrojaron junto a otros. Todos parecían tener miedo.

Cuando se detuvieron los obligaron a bajar: vio a Massimo y estuvo a punto de hablarle pero volvió a sentir un pellizco en el cuello. Lo llevaron hasta una caja  con agujeros y ahí pensó que a lo mejor, como otras veces, lo dejarían ir después de un piquete. Estaba dispuesto a aceptarlo con tal de volver al parque y acercarse otra vez al carrusel; le encantaba el carrusel.

Paró las orejas cuando fueron por él. Vio a Massimo en una caja como donde había estado, con las orejas echadas hacia abajo como aguacero. Lo pusieron en una cama igual de fría que la del piquete: un hombre gordo se acercaba con unos pedazos de fierro entre las manos. Sacó la lengua para que vieran que no tenía miedo y lo dejaran ir rápido a jugar al parque. Luego sintió unas cosquillas muy duras, como cuando mordió los cables de luz. Las cuatro patas se le doblaron y de nuevo vio todo al revés; tenía mucho sueño. Lo bajaron de la cama y vio a Massimo viéndolo con tristeza, ladrando muy fuerte y asustado. Pero él, sin saber por qué, ya no tenía miedo, ni frio ni hambre como en el callejón. Nada más quería una siestecita.   

Liliana Ocampo


Ruy Sánchez

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